Se detuvo de nuevo en el decorado de su casa y descubrió la
permanencia de las cosas a pesar del irrevocable fluir del tiempo. Entonces no
pudo evitar decirse que aun siendo las mismas, en verdad habían cambiado. El
reloj de pared de cedro ya no era el símbolo de un hogar, o debía obligarse a
pensarlo demasiado. Al observarlo para ver qué le significaba, descubrió que
sus agujas permanecían quietas y pensó que la casa también se había detenido.
La biblia de cuero con letras doradas que reposaba sobre el armario hubiera podido
ofrecerle otra vida. A sus páginas acuden los inquietos, los angustiados,
aquellos que perdieron su centro; luego convergen en las iglesias para mirarse
y se reconocen sin hablarse, pero gracias a eso les va mejor, o al menos evitan
peores complicaciones. Había dejado voluntariamente una biblia en la cárcel
apoyada en cualquier lado y ahora observaba el magnífico libro que existía en
su casa antes que él naciera. Sin embargo, reconocía que ese libro podría ser
demasiado para él. Intuía que el Dios impreso que aparecía en cada una de sus
letras podría construir o deshacer para siempre la vida de un hombre. Su autor era demasiado bueno y, por lo
mismo, prometía demasiado.
Prefirió no confiarse a la esperanza y evitar así los desengaños.
En los peores momentos había vivido su vida llevado por los caprichos del azar,
y no había logrado distinguir esa inquietud hasta que la bailarina se convirtió
en su centro gravitatorio único, y aun así no fue feliz. Había olvidado sus
nostalgias, el favor de sus muñecos por el alma que les había dado, el sentido
de su dolor y de su cordura, para convertirse solo en velocidad. Ahora, se
decía, por muy anticuada que pudiera resultar la gran fábula católica, siempre
conviene estar agarrado a ella al menos por un cable sutil. ¿Su madre la había
dejado a su vista? Llegó a pensarlo y se enterneció frente a ese gesto
inocente. Ya podría ser demasiado tarde. Aquellas fantásticas historias
sagradas solo eran creídas por mentes que no habían traspasado el límite normal
de sufrimiento. Y también reconoció que de niño había vivido mágicamente el
mundo porque no lo conocía.