Vi
aquella película de la pareja de amigos que se intercambiaban sexualmente: qué
manera tan agria de crear humor. La tragedia se asoma con toda su brutalidad
cuando los cuatro amigos –tienen unos cuarenta años- se esconden desnudos –tras una noche de
autodestrucción sexual- tras una pared
interna de la casa a punto de ser
sorprendidos por el hijo de doce años que solo descubre el rostro de su padre asomado tontamente,
dejando su cuerpo desnudo protegido por esa pared. La pared de los milagros. Ellos
se pasan de esa pared a otra sin que el niño, atrás de un ventanal, los
descubra desde afuera, pide la llave
para entrar, compartiendo la ignorancia con sus amigos, pero desconoce la catástrofe que lo separa a unos
metros gracias a una pared, a una casualidad. La pared de la gracia y la locura. En el cine se festejaba la escena con risotadas porque saben,
intuitivamente, que el niño no terminara viendo a sus padres en una decadencia
tal. Puede un hijo quedarse sin padres
por tal imprudencia. La fascinación creciente
de los disconformes por destruirse a cambio de pequeñas magias inútiles.
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