Cuando
ayer la hermosa mujer francesa subió las odiosas escaleras para hacer sus
trámites antes de subir al avión, sentí golpear en mi cuerpo la profunda
desilusión de aquella sonrisa. Hubiera sufrido menos ese impacto si ella hubiese
llorado. Es mucho peor que las personas que amamos no nos muestren su dolor y
que en la obligada tarea de adivinarlo quedemos a merced de esa valentía que
los convierte en doblemente dignos y más merecedores de ofrecer nuestra vida
por ellos. Podría arriesgar mi vida por esa mujer que intentaba amarme de
verdad -mientras dejaba de mirarme para
abandonar la escalera eléctrica o para
llorar-, pero no podía ofrecer la vida de Isabel, no… no podría y no dependía
de una axiología o del peso de mi moralidad… era una dura imposibilidad
material, no salía de mis pensamientos ni de ninguna gran reflexión, era que mi
cuerpo no conocía ni aprendería sobre esos desprendimientos.
Cuando me enteré de le enfermedad de Isabel la disyuntiva había concluido. Yo
ya conocía el resto de mi vida. Si el momento de mis dos destinos era un
péndulo en el que yo prefería que lo detenga el azar por sí solo, para señalar
a una de las dos mujeres… Ahora entiendo que nunca existió ningún péndulo, solo
mi imaginación necesitaba de las dudas, el resto ya estaba sentenciado. Y
comprendí que de allí en más el recuerdo de esa joven francesa tendría la
constancia de un clavo en mi corazón, y solo el extenso tiempo y su planicie me
acostumbrarían a diluir aquella hermosa historia de palabras y de olores y de
renacimiento.
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