miércoles, 16 de octubre de 2013

El escritor y la mujer francesa. Ultimo capítulo completo.


Final cerrado. Perdón…

El ambiente de los escritores  siempre me ha hecho sentir un extraño, que vagaba por sus alevosas expresiones de intelectualidad, inmiscuido en sus vidas y sus horas en las que merodeaba como un fantasma siempre lleno de una vergüenza hostil, porque los admiraba y los despreciaba –en verdad los admiraba cuando era joven-, por sentirse ellos tan una sola cosa, tan exclusivos. Ser escritores los convertía en eso que resume y enaltece, más que cualquier otra cualidad  lo que  puede decirse de una persona. Me parecía que mis pasos tímidos recorrían un mundo de criaturas que habían aprendido a vivir sin las fatigas de los cuerpos, sin los miedos del alma, en definitiva una vida que nunca será para uno, ni aunque consiga el mejor premio de literatura. Es que justamente ese mundo no se organiza para el talento, es más para aparentarlo.
El principal valor de es que  eran vidas inalcanzables, que no se podían tocar; incluso cuando  llegó mi éxito   –sí, he vendido muy bien y recibí un premio importante- nunca me observaban en esas reuniones en que solo sobreviven los que mejor actúan. Los graciosos de risa bovina.  Y todas esas miradas esquivas donde se ostentaba una condición social abrumaban mi espíritu con una horrible sensación de derrota y de ahogo. Cuando se es joven no se entiende que quienes ostentan esa eficaz prepotencia pueden estar equivocados, y que la impostura es una forma de entrar al mundo solo para pisarlo y no obtener nada importante de ello. Se entiende que eso es la vida y la intensa batalla que estás obligado a sostener para entrar al mundo, a cualquier precio, en el que los desconocidos no tienen el menor interés de conocer algo verdadero de uno. Pero una mano invisible frenó cualquier intento por mimetizarme, el anhelo de una falsa simbiosis, quizás: la voz arisca de mi padre, el joven amor de mi madre, mi tímida dignidad…  Cuando era joven y comencé mi carrera profesional después de terminar la universidad de letras yo era un benjamín invisible para esas personas que obligaban a gritar lo que eres, aunque en ese grito violento de opulencia y de gracias tontas y extravagancias repetidas se abandone la esencia. Al salir disfrutaba del aire fresco y de la vida normal y sumisa de las calles en que las personas, otras personas,  eran reales en sus rostros preocupados, o en sus alegrías que no serían eternas porque sus vidas no eran sencillas, y veía toda esa verdad sin opulencias, cuando me marchaba a una velocidad furiosa de esos inmensos rituales donde todos sobresalían a la vez. Sí, se aplastaban entre ellos, pero creían conseguir  mucho en esas  muecas de la intelectualidad que convertían en  desgraciado de  cualquiera que no contribuya a ese frenético espectáculo. Excluido. Muchas veces se arrastraba desde mi garganta  a mis  labios una réplica amarga para terminar de una vez con todo eso, pero todas esas veces me convencía que ellos deberían vivir bien y que yo no los merecía.
Cuando reflexionaba sobre ellos, miraba mi propia vida: con sus deseos derrotados, su furia de amor y de dejarse, sostenido por un talento – o mejor decir una capacidad- que crecía en el esfuerzo pero me mantenía en el mismo lugar, y ellos – a los que sigo maldiciendo  aunque no exista un nombre ni un rostro- que habían aprendido a utilizar sus fortalezas sutiles y frágiles, engañosas, enmarcando una frase copiada, o parafraseando con su índice levantado, con su ridícula facilidad para disfrutar, o crear ese placer, con sus talentos abreviados o voluptuosos y toscos, prepotentes –aunque algunos si escribían muy bien-, aprovechando esa ridícula facilidad para reír extravagantemente  en los sonidos que los unían en esa gran cofradía de artistas –sí les gustaba decir artistas a cada momento- , todo eso me explicaba que esa puerta del reconocimiento siempre estaría cerrada para alguien más real – o opaco- como yo. Esa exclusión me hacia odiar esa habitación infestada de humaredas de todo tipo, justificándolas con alardes: esas plantas relajantes, reflexivas, intelectuales… ese olor dulzón era el de la gloria por sobre el mundo – el de los no artistas, los estructurados-, el entusiasmo del dinero cuando se encuentra en el arte…pero en fin, toda resaca es, al fin y al cabo, un misterio, y termina casi siempre en una realidad paranoica. El mundo sabe bien como no dejar elevar a nadie por encima del perspicaz planeta, sin que pague un precio por sus desprecios. Es el rumor sordo  que rodea y atrapa al que no ve las humanidades, en un lugar de sus latidos sabe que esos tontos a los que él aplasta con devaluaciones y descensos de todo tipo, vendrán cargados de represalias. En el arte solo a veces se percibe la constatación del mérito. Pero en aquellos lugares – a los que deje de concurrir- de un brillo furioso nadie podía explicar nada de sí mismo. ¿Y quién era yo en el medio de esa nada de ruidos y petulancias, un imán de groserías que se congregan para esa vanidad que se ve tan horrible desde afuera, en donde yo solo era un ojo suspendido en el aire, un testigo que flota intangible sobre esas cabezas descompuestas…? ¿Por qué tarde tanto en ser más firme en mi desprecio?
 Veo, ahora,  las luces que alumbran con potencia el inmenso vacío de las calles de la primera madrugada y pienso que demoré mucho tiempo en sentirme fuerte… por qué justo ahora en estas confesiones escribo sobre ellos… porque ahora necesito descubrirlos, denunciarlos. Sí, estoy enojado pero también muy triste…    
En la mañana de ayer, en el aeropuerto, yo era un hombre abrumado pero me sentía importante. Lo comprendí en mis pasos lentos y seguros  al recorrer el hall y luego al pedirle a la camarera un café con una voz pausada,  todo lo que salía de mi era real. Todo el dolor y los remordimientos de noches enteras conciliando el sueño recién a la madrugada, acariciando con mis ojos culpables el acurrucado cuerpo de Isabel, ese cuerpo del que ya no me importaba las formas ni las promesas de sus placeres, porque la quería –la quiero- demasiado y sufro. Toda esa horrible impotencia dejo de existir en el momento que vi a la nueva mujer acariciando el suelo con su andar precioso, sí… no me acordaba de su belleza, de ser conceptual paso a ser una verdad dolorosa, demasiado real y humana, y flotaba por ese hall hasta que descubrió mis ojos sorprendidos y se dirigió a mí alzando la mano con un saludo que solo conocen las mujeres bellas, y en esos pasos creo yo intentaba descifrar en donde residía el encanto  de Jacqueline. Las primeras palabras entre nosotros –mientras ella continuaba con esas sonrisas que te  hacen creer en cualquier cosa que puedas decir- fueron agradables y olvidé  todo mi pasado y creí que esa era mi única vida y mi único momento. Una eficaz abstracción. Me dijo que me extrañaba y me quería besar y abrazar por el tiempo que fuese necesario.
Enamorarse de una mujer más joven no tiene su privilegio en ninguna de esas tonterías del ego, o en conseguir sentirse joven, sino en la increíble frescura, en el sabor imaginado del encuentro, en las texturas y sus promesas, en la hermosa piel en que los movimientos son optimistas, que solo nos resulta natural y no nos damos cuenta cuando somos jóvenes y solo frecuentamos mujercitas de piel lisa y suave. Ella solo tenía treinta años  y la tónica de ese efecto no era simbólica, era sentir la verdad de las cosquillas, la  piel con olor a juventud que representa la vulnerabilidad y la alegría de una mujer que todavía cree y sonríe con las felicidades del mañana, en quién  los amaneceres prometen tanto como las noches.
 Siempre los sueños son extraños y penosos, todas las veces que la soñé me despertaba con un agrio sentimiento de desencuentro, pero ayer en el aeropuerto todavía no había sentido la puntada de lo imposible. Dudaba, entre nuestras conversaciones, si hablarle  sobre la enfermedad de Isabel. Antes del encuentro lo pensé infinidad de veces, pero ninguna opción me parecía fácil, es que no había opciones. ¿Acaso abandonaría yo a mi esposa para disfrutar ese cuerpo y esa alma con el desparpajo de los imprudentes, mientras mi mujer envejecía neurológicamente  a toda velocidad? Creo que yo ya sabía cuáles eran mis límites, es decir qué tipo de dios ateo llevo adentro…. quien era yo y quien no era. ¿Viven acaso mejor los egoístas? Aquellos que no sueltan por nada del mundo su objetivo de lograr la vida que desearon. Puede ser que sí –pensaba mientras observaba como se desabrochaba el cárdigan con una perfección que había olvidado- pero creo que solo viven bien los momentos cortos. Y que haría con todos mis sentimientos, pude ser infiel a Isabel  de hecho estaba enamorado, pero no imaginaba  dejar a Isabel para que se arregle sola  con su cuerpo cruento que la llevaría a la peor de las indignidades,  perdería  la integridad de sus movimientos, olvidaría el tono y la forma de pronunciar  las palabras con el pulido que el tiempo hace en una mujer delicada y culta, lo que años y años viene ensayando para morir siendo eso y no en el horror de lo que no debería suceder, y sería la prueba que dios no protege a todos por igual de los peores azares. En los momentos de mayor furia hasta imagine al creador  derramando sobre un paño verde los dados condenatorios para Isabel.
Pero estaba con esa fragancia y esa mano que se apoyaba en la mía sin saber cuánto había cambiado mi vida en los últimos convulsos días. En el aire vibrando entre nosotros observé que en sus ademanes se distinguían señales de melancolía, y eso tranquilizaba, esa parte de ella humana, reflexiva, llevaban a que esa belleza exterior  sea algo posible, a que entre en mi cuerpo, a que seamos afines, creo que no podría enamorarme de una mujer absolutamente alegre. Ella vino a buscar a su hombre y me costaba entender que ese podría ser yo, porque no soy de tener suerte, pero en ¡qué pensaba! ¿Qué haría con ese hermoso intento de viajar hacia mí y yo en el medio de la catástrofe? Esa hermosa luz que irradian los decididos… su valentía era tan nueva para mí que… ¿qué tipo de suerte me mostraba el destino? Si alguien desde una dimensión desconocida me hablara con la voz de dios me diría que esa era la suerte de la alegría y  de la tragedia, la suerte que se encuentra en una billetera debajo de un árbol. Una suerte que no sembró un camino. Creo que soy un poco duro conmigo pero sepan que también debo sacar mi furia, incluso la que tengo contra mí, pero que tipo de valentía sería la de  ir por la vida dejando a mi esposa tirada en la tierra de nadie. ¿Podría ser feliz, reírme sin culpas? ¿Dejaría alguna vez de pensar en Isabel? Creo que mi reproche es por haber esperado que todo lo decida un dado, el último dado… ¿Qué hacía yo con el azar en los viejos tiempos? ¿Qué otra vida hubiese tenido?
 En mi carrera como escritor tuve que leer muchas veces a los mejores autores con la bronca de los pasos furiosos por los que me hice un camino sin hablar, tratando de crear un talento que no creía tener, ahora escribo bien, o muy bien,  pero nunca lo haré como Néstor, creo que  no quiero escribir mejor que mi amigo. Ella me miraba… que sencillo parece el amor aunque sea una o dos veces en la vida. Cuando se lo tiene enfrente parece una cosa de todos los días pero… ¿Cuántas personas felices existen? Pensaba mientras Jacqueline  miraba el menú y comentaba con gracia tantas cosas que yo veía sensuales y sus contenidos casi no recuerdo. ¿Qué hubiese hecho Isabel si yo sería el enfermo? Pero hay algo que tenía pensado hace muchos años: El amor no es simétrico, ni se puede medir, no tiene sentido evaluarla… esas eran mis cavilaciones a la vez que  la penetrante fragancia de Jacqueline  y de ese amor   giraba  entre las promesas de la tarde que asomaba con el sol que brevemente iluminaba con vigor las calles de sombras cortas y le obligaba a ella a fruncir los ojos de una manera deliciosa.
Qué pócima potente de feroz eficacia estoy tomando ahora, que veo tan diáfana la realidad. Todo se puede simplificar si uno asciende a las alturas… Pero ¿allí se vive o se cae?
La llevé de la mano por una calle solitaria, en que los arboles ascendían desde el suelo con el vigor de esos instantes en que mis visiones eran todas felices y melancólicas. Sí a medida que pasaba el tiempo estaba más triste. Cuántas veces recordaría ese momento en que dos personas que apenas se conocen sienten que la unión entre los seres es extremadamente posible. Los miedos del mundo y el final   nos  obligan a aceptar  y a conformarnos con las suaves amistades, las pequeñas conversaciones con el mozo o con el señor de la farmacia, el eterno refugio en los libros y sus hermosos párrafos… que poco que es todo eso frente a esos momentos que se presentan solo a veces, y que parecen un instante o una eternidad. Ella hacia planes entre nosotros porque yo le conté la realidad de mi frio matrimonio y ella entendía todo por la mitad y quizás por eso todo le resultaba sencillo. Cuando más tarde le conté de la enfermedad de Isabel, lloró y no me dejó que me acerque a consolarla por un largo rato en el que yo hablaba solo… pero que tonterías le estaba diciendo, lo único que necesitaba era creer en nosotros, había viajado por nuestra felicidad, había sido decidida. Seguramente estaba enojada pero comprendía el encierro que yo podía estar viviendo, quizás ni siquiera en su interior se pronuncio la frase que abandonase a Isabel, porque ningún humano atenta contra el cuidado de otra persona en peligro, ni desestima la brutalidad del abandono. Si yo dejaría a Isabel por amor a Jacqueline o por la extensa frialdad de nuestro largo matrimonio sería una ofensa para la vida de mi esposa y estaría quebrando una rutina y un plan, estaría arruinando parte de su paz. Pero si la dejara en el laberinto enloquecedor en el que su cuerpo lleva un explosivo que puede arrojarla a la peor miseria de la vida, a un ataúd de locura, en ese caso no hay manera de pensar que no se trate del abandono que efectúan las bestias. De todas formas –muy impotente y triste- le dije que nunca sentí un amor como el que sentía por ella, y que la fuerza de nuestros sentimientos compartidos era una originalidad hermosa para mi cuerpo, y que vería que podría hacer. Pero yo también entendía, con amarguísima resignación, que esas palabras no podían ser suficientes y con las horas se llenarían de grietas en el pensamiento de Jacqueline. Y sentía la hondura de su dolor. No teníamos forma que nuestras  ilusiones no declinen hasta el vacio y el dolor, pero tampoco podía decirle otra cosa. Otra vez la impotencia.  
Hicimos el amor dos veces en los cinco días que estuvo conmigo y hubo momentos tan tristes, los peores eran cuando ninguno  de los dos lloraba y nos esforzábamos por permanecer juntos simulando una sabiduría, en los atardeceres que tenían los colores del final y todo era una agonía que no había forma de abreviarla. En uno o dos momentos la abracé en la vereda con desesperación mientras que un policía bajaba su mirada, y en esa fuerza comprendía que intentaba luchar con su tristeza y era mi impotente intento de aferrarme a ese mi único amor bueno y quizás a una vida distinta en la que sería un hombre que pisaría el suelo del mundo con la humildad segura y despaciosa de los afortunados pero ¿Existen amores imposibles? Por supuesto que sí, la vida humana no se optimiza y no hay forma de hacerlo, lo mismo que nos hace amar y ser noble de a ratos, es lo que también nos deja muchas veces a mitad de un camino que si continuáramos nos quedaríamos sin lo que somos y despreciaríamos la educación de nuestros padres y lo que el mundo nos pidió. Por ser humanos y felices también nos puede pasar que vivamos menos porque  el  sacrificio por los seres que amamos –ahora hablo de Isabel- no es una elección y saltearla puede llevarnos a nuestro peor pecado: fracasar como seres humanos.
Ahora que conozco esa manera inesperada de soltar las cosas, que le confiere un efecto oracular, casi imprevisto y que llevó a asustarme, no me sorprendió tanto cuando dijo exactamente eso que otra mujer se reservaría o quizás solo lo sepa de manera tangencial. Dijo como en una arcaica premonición con la gravedad de sus cejas en ese punto intermedio en que yo localice su inteligente dignidad: “ jamás podrías dejar a tu mujer, no lograrías encontrar ningún lugar de paz” Esa misma noche –la noche de ayer- una de mis pesadillas –esas tenaces ataduras- me llevó al horrendo escenario de las calles de Paris, pero todas elevaban llamas rojas y humaredas letales que avanzaban y tomaban toda esa cambiante figura onírica, donde mis piernas la buscaban a Jacqueline en todos los lugares equivocados. Hoy por la mañana me desperté con un vacio atroz hasta después del mediodía para luego llevarme a remordimientos más soportables. Fue ahí cuando me quede mirando la estatua sin ojos de una plaza, viendo en ella  el simbolismo de la mujer dañada, la mujer sin amor. Estaba seguro que Jacqueline  de cualquier forma llevaría su vida bien, pero todo eso era mi lógica, en mis sentimientos no podía desasirme de su decepción.
Cuando ayer la hermosa mujer francesa subió las odiosas escaleras para hacer sus trámites antes de subir al avión, sentí golpear en mi cuerpo la profunda desilusión de aquella sonrisa. Hubiera sufrido menos ese impacto si ella hubiese llorado. Es mucho peor que las personas que amamos no nos muestren su dolor y que en la obligada tarea de adivinarlo quedemos a merced de esa valentía que los convierte en doblemente dignos y más merecedores de ofrecer nuestra vida por ellos. Podría arriesgar mi vida por esa mujer que intentaba amarme de verdad -mientras dejaba de mirarme  para abandonar  la escalera eléctrica o para llorar-, pero no podía ofrecer la vida de Isabel, no… no podría y no dependía de una axiología o del peso de mi moralidad… era una dura imposibilidad material, no salía de mis pensamientos ni de ninguna gran reflexión, era que mi cuerpo no conocía ni aprendería sobre esos desprendimientos. Cuando me enteré de le enfermedad de Isabel la disyuntiva había concluido. Yo ya conocía el resto de mi vida. Si el momento de mis dos destinos era un péndulo en el que yo prefería que lo detenga el azar por sí solo, para señalar a una de las dos mujeres… Ahora entiendo que nunca existió ningún péndulo, solo mi imaginación necesitaba de las dudas, el resto ya estaba sentenciado. Y comprendí que de allí en más el recuerdo de esa joven francesa tendría la constancia de un clavo en mi corazón, y solo el extenso tiempo y su planicie me acostumbrarían a diluir aquella hermosa historia de palabras y de olores y de renacimiento.  
Antes de escribir toda esta historia que comencé en este bar hace unas cinco horas, miraba fijó la pared de nuestro dormitorio en un ensimismamiento en que mi espalda se doblaba  en una quietud rara, abatida,  mientras por detrás de todo ese impedimento escuchaba los sordos pasos de Isabel y una dulce canción que salía de sus labios queridos, y en esos tímidos y tristes movimientos de esa mujer extraña entendí que necesitaba abrazarla entre las penumbras de nuestra casa. Pero muchas veces con ella queda el amor atrapado y mi tristeza aumenta, fue en ese momento que la bese en la frente y tras cerrar la puerta de casa recorrí el pasillo que ofrecía su propio silencio, abrí la puerta del edificio y encontré un aire que atrapé con una bocanada inmensa, atravesé la frescas calles que movían sus luces por el viento y desparramaban las sombras móviles de los árboles que hacían valer el murmullo de su follaje en la nueva primavera, para  ingresar a este bar nocturno del que me iré en unos minutos, para acostarme al lado de sus ojos cerrados y quererla.        

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