Final
cerrado. Perdón…
El
ambiente de los escritores siempre me ha
hecho sentir un extraño, que vagaba por sus alevosas expresiones de
intelectualidad, inmiscuido en sus vidas y sus horas en las que merodeaba como
un fantasma siempre lleno de una vergüenza hostil, porque los admiraba y los
despreciaba –en verdad los admiraba cuando era joven-, por sentirse ellos tan
una sola cosa, tan exclusivos. Ser escritores los convertía en eso que resume y
enaltece, más que cualquier otra cualidad lo que puede decirse de una persona. Me parecía que
mis pasos tímidos recorrían un mundo de criaturas que habían aprendido a vivir
sin las fatigas de los cuerpos, sin los miedos del alma, en definitiva una vida
que nunca será para uno, ni aunque consiga el mejor premio de literatura. Es
que justamente ese mundo no se organiza para el talento, es más para
aparentarlo.
El principal valor de es que
eran vidas inalcanzables, que no se podían tocar; incluso cuando llegó mi éxito –sí, he vendido muy bien y recibí un premio importante-
nunca me observaban en esas reuniones en que solo sobreviven los que mejor
actúan. Los graciosos de risa bovina. Y
todas esas miradas esquivas donde se ostentaba una condición social abrumaban
mi espíritu con una horrible sensación de derrota y de ahogo. Cuando se es joven
no se entiende que quienes ostentan esa eficaz prepotencia pueden estar
equivocados, y que la impostura es una forma de entrar al mundo solo para
pisarlo y no obtener nada importante de ello. Se entiende que eso es la vida y
la intensa batalla que estás obligado a sostener para entrar al mundo, a
cualquier precio, en el que los desconocidos no tienen el menor interés de
conocer algo verdadero de uno. Pero una mano invisible frenó cualquier intento
por mimetizarme, el anhelo de una falsa simbiosis, quizás: la voz arisca de mi
padre, el joven amor de mi madre, mi tímida dignidad… Cuando era joven y comencé mi carrera
profesional después de terminar la universidad de letras yo era un benjamín
invisible para esas personas que obligaban a gritar lo que eres, aunque en ese
grito violento de opulencia y de gracias tontas y extravagancias repetidas se
abandone la esencia. Al salir disfrutaba del aire fresco y de la vida normal y
sumisa de las calles en que las personas, otras personas, eran reales en sus rostros preocupados, o en
sus alegrías que no serían eternas porque sus vidas no eran sencillas, y veía
toda esa verdad sin opulencias, cuando me marchaba a una velocidad furiosa de
esos inmensos rituales donde todos sobresalían a la vez. Sí, se aplastaban
entre ellos, pero creían conseguir mucho
en esas muecas de la intelectualidad que
convertían en desgraciado de cualquiera que no contribuya a ese frenético
espectáculo. Excluido. Muchas veces se arrastraba desde mi garganta a mis labios una réplica amarga para terminar de una
vez con todo eso, pero todas esas veces me convencía que ellos deberían vivir
bien y que yo no los merecía.
Cuando
reflexionaba sobre ellos, miraba mi propia vida: con sus deseos derrotados, su
furia de amor y de dejarse, sostenido por un talento – o mejor decir una
capacidad- que crecía en el esfuerzo pero me mantenía en el mismo lugar, y
ellos – a los que sigo maldiciendo aunque
no exista un nombre ni un rostro- que habían aprendido a utilizar sus
fortalezas sutiles y frágiles, engañosas, enmarcando una frase copiada, o
parafraseando con su índice levantado, con su ridícula facilidad para
disfrutar, o crear ese placer, con sus talentos abreviados o voluptuosos y
toscos, prepotentes –aunque algunos si escribían muy bien-, aprovechando esa
ridícula facilidad para reír extravagantemente en los sonidos que los unían en esa gran
cofradía de artistas –sí les gustaba
decir artistas a cada momento- , todo
eso me explicaba que esa puerta del reconocimiento siempre estaría cerrada para
alguien más real – o opaco- como yo. Esa exclusión me hacia odiar esa
habitación infestada de humaredas de todo tipo, justificándolas con alardes: esas
plantas relajantes, reflexivas,
intelectuales… ese olor dulzón era el de la gloria por sobre el mundo – el de
los no artistas, los estructurados-,
el entusiasmo del dinero cuando se encuentra en el arte…pero en fin, toda
resaca es, al fin y al cabo, un misterio, y termina casi siempre en una
realidad paranoica. El mundo sabe bien como no dejar elevar a nadie por encima
del perspicaz planeta, sin que pague un precio
por sus desprecios. Es el rumor sordo
que rodea y atrapa al que no ve las humanidades, en un lugar de sus latidos
sabe que esos tontos a los que él aplasta con devaluaciones y descensos de todo
tipo, vendrán cargados de represalias. En el arte solo a veces se percibe la
constatación del mérito. Pero en aquellos lugares – a los que deje de
concurrir- de un brillo furioso nadie podía explicar nada de sí mismo. ¿Y quién
era yo en el medio de esa nada de ruidos y petulancias, un imán de groserías
que se congregan para esa vanidad que se ve tan horrible desde afuera, en donde
yo solo era un ojo suspendido en el aire, un testigo que flota intangible sobre
esas cabezas descompuestas…? ¿Por qué tarde tanto en ser más firme en mi
desprecio?
Veo, ahora,
las luces que alumbran con potencia el inmenso vacío de las calles de la
primera madrugada y pienso que demoré mucho tiempo en sentirme fuerte… por qué
justo ahora en estas confesiones
escribo sobre ellos… porque ahora necesito descubrirlos, denunciarlos. Sí,
estoy enojado pero también muy triste…
En la
mañana de ayer, en el aeropuerto, yo era un hombre abrumado pero me sentía
importante. Lo comprendí en mis pasos lentos y seguros al recorrer el hall y luego al pedirle a la
camarera un café con una voz pausada, todo lo que salía de mi era real. Todo el
dolor y los remordimientos de noches enteras conciliando el sueño recién a la
madrugada, acariciando con mis ojos culpables el acurrucado cuerpo de Isabel,
ese cuerpo del que ya no me importaba las formas ni las promesas de sus
placeres, porque la quería –la quiero- demasiado y sufro. Toda esa horrible
impotencia dejo de existir en el momento que vi a la nueva mujer acariciando el
suelo con su andar precioso, sí… no me acordaba de su belleza, de ser
conceptual paso a ser una verdad dolorosa, demasiado real y humana, y flotaba
por ese hall hasta que descubrió mis ojos sorprendidos y se dirigió a mí
alzando la mano con un saludo que solo conocen las mujeres bellas, y en esos
pasos creo yo intentaba descifrar en donde residía el encanto de Jacqueline. Las primeras palabras entre
nosotros –mientras ella continuaba con esas sonrisas que te hacen creer en cualquier cosa que puedas
decir- fueron agradables y olvidé todo
mi pasado y creí que esa era mi única vida y mi único momento. Una eficaz
abstracción. Me dijo que me extrañaba y me quería besar y abrazar por el tiempo
que fuese necesario.
Enamorarse
de una mujer más joven no tiene su privilegio en ninguna de esas tonterías del
ego, o en conseguir sentirse joven, sino en la increíble frescura, en el sabor
imaginado del encuentro, en las texturas y sus promesas, en la hermosa piel en
que los movimientos son optimistas, que solo nos resulta natural y no nos damos
cuenta cuando somos jóvenes y solo frecuentamos mujercitas de piel lisa y
suave. Ella solo tenía treinta años y la
tónica de ese efecto no era simbólica, era sentir la verdad de las cosquillas,
la piel con olor a juventud que
representa la vulnerabilidad y la alegría de una mujer que todavía cree y
sonríe con las felicidades del mañana, en quién los amaneceres prometen tanto como las noches.
Siempre los sueños son extraños y penosos,
todas las veces que la soñé me despertaba con un agrio sentimiento de
desencuentro, pero ayer en el aeropuerto todavía no había sentido la puntada de
lo imposible. Dudaba, entre nuestras conversaciones, si hablarle sobre la enfermedad de Isabel. Antes del
encuentro lo pensé infinidad de veces, pero ninguna opción me parecía fácil, es
que no había opciones. ¿Acaso abandonaría yo a mi esposa para disfrutar ese
cuerpo y esa alma con el desparpajo de los imprudentes, mientras mi mujer envejecía
neurológicamente a toda velocidad? Creo
que yo ya sabía cuáles eran mis límites, es decir qué tipo de dios ateo llevo adentro…. quien era yo y
quien no era. ¿Viven acaso mejor los egoístas? Aquellos que no sueltan por nada
del mundo su objetivo de lograr la vida que desearon. Puede ser que sí –pensaba
mientras observaba como se desabrochaba el cárdigan con una perfección que
había olvidado- pero creo que solo viven bien los momentos cortos. Y que haría
con todos mis sentimientos, pude ser infiel a Isabel de hecho estaba enamorado, pero no
imaginaba dejar a Isabel para que se
arregle sola con su cuerpo cruento que
la llevaría a la peor de las indignidades, perdería la integridad de sus movimientos, olvidaría el
tono y la forma de pronunciar las
palabras con el pulido que el tiempo hace en una mujer delicada y culta, lo que
años y años viene ensayando para morir siendo eso y no en el horror de lo que
no debería suceder, y sería la prueba que dios no protege a todos por igual de
los peores azares. En los momentos de mayor furia hasta imagine al creador derramando sobre un paño verde los dados
condenatorios para Isabel.
Pero
estaba con esa fragancia y esa mano que se apoyaba en la mía sin saber cuánto
había cambiado mi vida en los últimos convulsos días. En el aire vibrando entre
nosotros observé que en sus ademanes se distinguían señales de melancolía, y
eso tranquilizaba, esa parte de ella humana, reflexiva, llevaban a que esa
belleza exterior sea algo posible, a que
entre en mi cuerpo, a que seamos afines, creo que no podría enamorarme de una
mujer absolutamente alegre. Ella vino a buscar a su hombre y me costaba entender que ese podría ser yo, porque no
soy de tener suerte, pero en ¡qué pensaba! ¿Qué haría con ese hermoso intento
de viajar hacia mí y yo en el medio de la catástrofe? Esa hermosa luz que
irradian los decididos… su valentía era tan nueva para mí que… ¿qué tipo de
suerte me mostraba el destino? Si alguien desde una dimensión desconocida me
hablara con la voz de dios me diría que esa era la suerte de la alegría y de la tragedia, la suerte que se encuentra en
una billetera debajo de un árbol. Una suerte que no sembró un camino. Creo que
soy un poco duro conmigo pero sepan que también debo sacar mi furia, incluso la
que tengo contra mí, pero que tipo de valentía sería la de ir por la vida dejando a mi esposa tirada en
la tierra de nadie. ¿Podría ser feliz, reírme sin culpas? ¿Dejaría alguna vez
de pensar en Isabel? Creo que mi reproche es por haber esperado que todo lo
decida un dado, el último dado… ¿Qué hacía yo con el azar en los viejos
tiempos? ¿Qué otra vida hubiese tenido?
En mi carrera como escritor tuve que leer
muchas veces a los mejores autores con la bronca de los pasos furiosos por los
que me hice un camino sin hablar, tratando de crear un talento que no creía
tener, ahora escribo bien, o muy bien, pero nunca lo haré como Néstor, creo que no quiero escribir mejor que mi amigo. Ella
me miraba… que sencillo parece el amor aunque sea una o dos veces en la vida.
Cuando se lo tiene enfrente parece una cosa de todos los días pero… ¿Cuántas
personas felices existen? Pensaba mientras Jacqueline miraba el menú y comentaba con gracia tantas
cosas que yo veía sensuales y sus contenidos casi no recuerdo. ¿Qué hubiese
hecho Isabel si yo sería el enfermo? Pero hay algo que tenía pensado hace
muchos años: El amor no es simétrico, ni se puede medir, no tiene sentido
evaluarla… esas eran mis cavilaciones a la vez que la penetrante fragancia de Jacqueline y de ese amor giraba entre las promesas de la tarde que asomaba con
el sol que brevemente iluminaba con vigor las calles de sombras cortas y le
obligaba a ella a fruncir los ojos de una manera deliciosa.
Qué
pócima potente de feroz eficacia estoy tomando ahora, que veo tan diáfana la
realidad. Todo se puede simplificar si uno asciende a las alturas… Pero ¿allí
se vive o se cae?
La
llevé de la mano por una calle solitaria, en que los arboles ascendían desde el
suelo con el vigor de esos instantes en que mis visiones eran todas felices y
melancólicas. Sí a medida que pasaba el tiempo estaba más triste. Cuántas veces
recordaría ese momento en que dos personas que apenas se conocen sienten que la
unión entre los seres es extremadamente posible. Los miedos del mundo y el final
nos obligan a aceptar y a conformarnos con las suaves amistades,
las pequeñas conversaciones con el mozo o con el señor de la farmacia, el
eterno refugio en los libros y sus hermosos párrafos… que poco que es todo eso
frente a esos momentos que se presentan solo a veces, y que parecen un instante
o una eternidad. Ella hacia planes entre nosotros porque yo le conté la realidad
de mi frio matrimonio y ella entendía todo por la mitad y quizás por eso todo
le resultaba sencillo. Cuando más tarde le conté de la enfermedad de Isabel,
lloró y no me dejó que me acerque a consolarla por un largo rato en el que yo
hablaba solo… pero que tonterías le estaba diciendo, lo único que necesitaba
era creer en nosotros, había viajado por nuestra felicidad, había sido decidida.
Seguramente estaba enojada pero comprendía el encierro que yo podía estar
viviendo, quizás ni siquiera en su interior se pronuncio la frase que
abandonase a Isabel, porque ningún humano atenta contra el cuidado de otra
persona en peligro, ni desestima la brutalidad del abandono. Si yo dejaría a
Isabel por amor a Jacqueline o por la extensa frialdad de nuestro largo matrimonio
sería una ofensa para la vida de mi esposa y estaría quebrando una rutina y un
plan, estaría arruinando parte de su paz. Pero si la dejara en el laberinto
enloquecedor en el que su cuerpo lleva un explosivo que puede arrojarla a la
peor miseria de la vida, a un ataúd de locura, en ese caso no hay manera de
pensar que no se trate del abandono que efectúan las bestias. De todas formas
–muy impotente y triste- le dije que nunca sentí un amor como el que sentía por
ella, y que la fuerza de nuestros sentimientos compartidos era una originalidad
hermosa para mi cuerpo, y que vería que podría hacer. Pero yo también entendía,
con amarguísima resignación, que esas palabras no podían ser suficientes y con
las horas se llenarían de grietas en el pensamiento de Jacqueline. Y sentía la
hondura de su dolor. No teníamos forma que nuestras ilusiones no declinen hasta el vacio y el
dolor, pero tampoco podía decirle otra cosa. Otra vez la impotencia.
Hicimos
el amor dos veces en los cinco días que estuvo conmigo y hubo momentos tan
tristes, los peores eran cuando ninguno de los dos lloraba y nos esforzábamos por
permanecer juntos simulando una sabiduría,
en los atardeceres que tenían los colores del final y todo era una agonía que
no había forma de abreviarla. En uno o dos momentos la abracé en la vereda con
desesperación mientras que un policía bajaba su mirada, y en esa fuerza
comprendía que intentaba luchar con su tristeza y era mi impotente intento de
aferrarme a ese mi único amor bueno y quizás a una vida distinta en la que
sería un hombre que pisaría el suelo del mundo con la humildad segura y
despaciosa de los afortunados pero ¿Existen amores imposibles? Por supuesto que
sí, la vida humana no se optimiza y no hay forma de hacerlo, lo mismo que nos
hace amar y ser noble de a ratos, es lo que también nos deja muchas veces a
mitad de un camino que si continuáramos nos quedaríamos sin lo que somos y
despreciaríamos la educación de nuestros padres y lo que el mundo nos pidió.
Por ser humanos y felices también nos puede pasar que vivamos menos porque el
sacrificio por los seres que amamos –ahora hablo de Isabel- no es una
elección y saltearla puede llevarnos a nuestro peor pecado: fracasar como seres
humanos.
Ahora
que conozco esa manera inesperada de soltar las cosas, que le confiere un
efecto oracular, casi imprevisto y que llevó a asustarme, no me sorprendió
tanto cuando dijo exactamente eso que otra mujer se reservaría o quizás solo lo
sepa de manera tangencial. Dijo como en una arcaica premonición con la gravedad
de sus cejas en ese punto intermedio en que yo localice su inteligente
dignidad: “ jamás podrías dejar a tu mujer, no lograrías encontrar ningún lugar
de paz” Esa misma noche –la noche de ayer- una de mis pesadillas –esas tenaces
ataduras- me llevó al horrendo escenario de las calles de Paris, pero todas
elevaban llamas rojas y humaredas letales que avanzaban y tomaban toda esa
cambiante figura onírica, donde mis piernas la buscaban a Jacqueline en todos
los lugares equivocados. Hoy por la mañana me desperté con un vacio atroz hasta
después del mediodía para luego llevarme a remordimientos más soportables. Fue
ahí cuando me quede mirando la estatua sin ojos de una plaza, viendo en ella el simbolismo de la mujer dañada, la mujer sin
amor. Estaba seguro que Jacqueline de
cualquier forma llevaría su vida bien, pero todo eso era mi lógica, en mis
sentimientos no podía desasirme de su decepción.
Cuando
ayer la hermosa mujer francesa subió las odiosas escaleras para hacer sus
trámites antes de subir al avión, sentí golpear en mi cuerpo la profunda
desilusión de aquella sonrisa. Hubiera sufrido menos ese impacto si ella hubiese
llorado. Es mucho peor que las personas que amamos no nos muestren su dolor y
que en la obligada tarea de adivinarlo quedemos a merced de esa valentía que
los convierte en doblemente dignos y más merecedores de ofrecer nuestra vida
por ellos. Podría arriesgar mi vida por esa mujer que intentaba amarme de
verdad -mientras dejaba de mirarme para
abandonar la escalera eléctrica o para
llorar-, pero no podía ofrecer la vida de Isabel, no… no podría y no dependía
de una axiología o del peso de mi moralidad… era una dura imposibilidad
material, no salía de mis pensamientos ni de ninguna gran reflexión, era que mi
cuerpo no conocía ni aprendería sobre esos desprendimientos.
Cuando me enteré de le enfermedad de Isabel la disyuntiva había concluido. Yo
ya conocía el resto de mi vida. Si el momento de mis dos destinos era un
péndulo en el que yo prefería que lo detenga el azar por sí solo, para señalar
a una de las dos mujeres… Ahora entiendo que nunca existió ningún péndulo, solo
mi imaginación necesitaba de las dudas, el resto ya estaba sentenciado. Y
comprendí que de allí en más el recuerdo de esa joven francesa tendría la
constancia de un clavo en mi corazón, y solo el extenso tiempo y su planicie me
acostumbrarían a diluir aquella hermosa historia de palabras y de olores y de
renacimiento.
Antes
de escribir toda esta historia que comencé en este bar hace unas cinco horas,
miraba fijó la pared de nuestro dormitorio en un ensimismamiento en que mi
espalda se doblaba en una quietud rara,
abatida, mientras por detrás de todo ese
impedimento escuchaba los sordos pasos de Isabel y una dulce canción que salía de
sus labios queridos, y en esos tímidos y tristes movimientos de esa mujer
extraña entendí que necesitaba abrazarla entre las penumbras de nuestra casa.
Pero muchas veces con ella queda el amor atrapado y mi tristeza aumenta, fue en
ese momento que la bese en la frente y tras cerrar la puerta de casa recorrí el
pasillo que ofrecía su propio silencio, abrí la puerta del edificio y encontré
un aire que atrapé con una bocanada inmensa, atravesé la frescas calles que
movían sus luces por el viento y desparramaban las sombras móviles de los árboles
que hacían valer el murmullo de su follaje en la nueva primavera, para ingresar a este bar nocturno del que me iré
en unos minutos, para acostarme al lado de sus ojos cerrados y quererla.
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