Una
hora después.
En
nuestro casamiento la miré muchas veces, y aprecié la forma en que era respetada por todos, porque realmente era para los otros una mujer
correcta y humana –bueno…lo es- mientras saludaba a los invitados ofreciéndoles
unos pequeños momentos en los sonreía en una fondo de sumisión. Quizás sea la suavidad de los que no logren
sentir ni la vanidad, ni la pasión, porque Isabel jamás criticaba ni se burlaba
de nadie, y puede ser que por eso de alguna forma resistí su cariño exangüe, sí…
no es fácil enojarse con ella aunque en algunas etapas me irritaba en una
compulsión callada y agria su falta de relieve o su mirada tangencial,
rozándome para terminar en una abstracción que podía ser un pensamiento o nada.
Supongo que era para la visión de los otros una mujer cansada.
Entró
una nueva pareja…ahora hay tres mesas ocupadas contando la mía. Esto me da
tiempo, se quedaran al menos... una hora. El sonríe desde que entré… debe ser
un gesto de la cara, las sonrisas reales deben durar segundos. Pero sigo…
Definitivamente no puedo convivir con ninguna
forma del egoísmo o de la maldad, y ella nunca mostró un signo de ese tipo, por
el que mi contradicción de haber aceptado nuestra unión –en verdad yo la
propuse- no se llenaba de hostilidad rencorosa y si de una comprensión
tristísima y solitaria. De todas formas le enviaba mis abreviados reclamos y cariños
en la forma más precavida y tímida que podía, trivialidades…la forma de tirar
del amor. Recuerdo cuando era chico que
una tarde de colores frescos, impresionistas me demoré en las vías del tren,
una de mis piernas se atascó entre uno de los rieles, el tren ya era visible,
tuve miedo, recuerdo un auto borroso color azul detrás de la barrera, sabía que
podía sacarme la zapatilla y me liberaría del todo, pero soy de lenta decisión
y luche riesgosamente con el duro hierro hasta que mi pie quedo flotando en el
hermoso aire y pude retirarme a tiempo de la línea de muerte. En general no tomó grandes decisiones y permito que las
cosas fluyan, hasta que hace menos de un año la mujer francesa ocupó todos mis
tiempos y sentí por primera vez la manera dulce en que una mujer puede dar el amor.
Reconozco que me cuesta hablar de ella y tengo mis difíciles motivos, pero ella
es realmente encantadora, a pesar de estar obligados a entendernos en mi ingles
rudimentario y siempre sentir que podía aburrirla con la falta de ironía y
profundidad al que te somete un idioma extraño, por lo que nunca logré sentir
que podía ser exactamente yo en toda mi extensión de ideas y conceptos, pero si
emergía mi alma en los tiempos de mis sonrisas o en los pasos seguros de mis
miradas sostenidas sobre las suyas. El tema de la edad nunca me pareció un
asunto breve, se lucha tanto por igualar
las edades de las personas, se estira al lenguaje para soñar, los necesarios
engaños… pero al final nada cambia. Ella es mucho más joven. Ella es joven y yo
no, creo que ese es el punto difícil. Cuando la conocí percibí que he bajado un
peldaño en el envejecimiento -¿o lo he subido?-, es extraño porque los
contrastes te llevan a pensar en los temas, ese contraste de veinte tres años de
diferencia era a la vez mi posibilidad hacia la juventud pero también la visión
inevitable de esa difícil distancia. Pero se tira de la verdad hasta cansar la
mente, cuántas veces tuve que pensar que nuestras edades no significaban nada.
Conseguía alguna razón, me relajaba y volvía a pensar de nuevo al rato. Creo
que solo se debe estar demasiado bien de ánimo para envejecer sin que sea una seria amenaza, es decir lograr un
bienestar en el que se deje de pensar… evitar los contrastes. Entonces, con
Jacqueline me reconocí como un hombre maduro y envejeciendo, pero sí, porque no decirlo…con suerte.
Cierta
parálisis congénita a actuar – o fue lo
que hizo la educación en mí- me destinó a observar ¡Cuánto que miró desde la
quietud! Es el aprendizaje medroso e ineficaz de los tímidos. En una de
aquellas tardes en Paris, en la hora en que el cielo cambia su celeste por
tantos otros, esas líneas de luz ingresaban en la habitación rojizas y oblicuas
para completar una alegría, en la espera de la íntima oscuridad de la noche, vi
desde la ventana a Jacqueline caminando en la calle que la traía a mi hotel
eludiendo gente con el único apuro del entusiasmo, los evitaba con una
feminidad algo necesitada y frágil, era una búsqueda y una humanidad, por lo
que sentí por ella una piedad rara. Contento palpitaba su acercamiento en ese
recorrido que podría haber observado cientos de veces. De la misma forma que
siempre me quedo detenido en las imágenes gráciles. Una vez una anciana me
gritó delante de todo el pasaje de un
colectivo en una exagerada carga de vituperios. Resultó de una mal entendido: entre
sus arrugas que achicaban su cara, en la que su mandíbula se contraía, el paso
de los años solo hizo agrandar su nariz y deformarla como si no fuera de mujer,
pero yo divise la belleza melancólica de sus ojos inteligentes y dulces que no
habían cambiado, por eso la observé como
si no respetase que tuviese vida y pudiese sentirse mal, era impensable que la
mujer imaginara mis buenos motivos, aquella sensación agradable de ver aquellos
ojos e imaginar… y creo que se asustó. Pero ¿qué podría hacerle yo a esa mujer?
Son tantas las deformaciones con que los
ancianos interpretan la realidad por el efecto de sus innumerables miedos.
Sufren. Bueno, yo ya empiezo a imaginar algunos de esos
temores, o quizás ya los sienta con su silueta negra avanzar… Mi cuerpo, mi
espalda, esa curvatura… y mis ideas se empiezan a reducir y a empeorar ¿cuáles
son la verdaderas amenazas? Para
escribir me exijo rejuvenecer mentalmente para poder decir algo prudente y no
tan escéptico, utilizar el equilibrio de ver los temores lejanos, de saber de lo
bueno y de lo malo. Además en los últimos días estuve tan triste y tan eufórico.
En mi éxito como escritor tuve realmente suerte,
una novela mediocre ganó un premio importante, y desde ese hito me obligue a
escribir mejor porque ya empezaba a contar con un público de lectores, son
exigencias sonrientes, y de las otras
cinco que escribí creo que dos son buenas, quizás muy buenas. En el tiempo en
que mi reconocimiento como escritor aumentó, guardaba la necesaria esperanza
que Isabel valoricé mi talento –así
entienden los otros alguna habilidad- y se acerque más a mí, pero solo leyó un
libro – ella no era lectora de literatura de ficción- y me felicitaba con una
sonrisa verdadera luego de cada publicación. En todas las presentaciones ella
concurrió, porque como decía, no había en ninguna de sus conductas nada
malicioso, ni desidia, era quizás que hasta ese punto podía conectarse conmigo.
Recuerdo que la primera vez que conversé con ella en el momento de pedirle el
número de su teléfono ella con una sonrisa resignada me lo ofreció pero no se
mostro contenta. Hoy en día me detendría más en aquel gesto y le preguntaría
que es lo que realmente ella prefería, aunque no estoy tan seguro de haber
cambiado tanto, es decir, de ir por todo o nada. Y desde ahí las plácidas
conversaciones respetuosas y medidas eran la postal única de mi noviazgo con
ella, en que los primeros entusiasmos eran el simbolismo de nuestra unión en
sus risitas inocentes pero no enmarcaba ninguna necesidad de posesión de ella hacía
mí. No existían presagios de ninguna pasión. Seguramente a Isabel le alcanzaba saber formalmente que nos queríamos y que
estábamos creando algo entre nosotros y yo me refugiaba en la agradable idea de
estar cerca de una mujer bella, era la primera vez que elegía algo de lo que me
sentía seguro.
Mis
mañanas siempre tuvieron el encanto lánguido de la falta de horarios y de las
frases en las que sentía el placer de la creación, cuando escribía. ¿Seguirá
siendo así de ahora en adelante? A esa
hora escribía más que a la tarde, y disfrutaba de los momentos en que las palabras
eran bellas y aún así respetaban la entereza de mis puntos de vista. Nunca creí
que se escriba por la necesidad de sacar algo de adentro, o agregarse a una gran función social, creo que
solo somos una expresión cultural que mejora la vida y la cultura de las
personas pero no es nuestro fin representar una época ni cambiar el mundo,
además no sabemos demasiado, en verdad escribimos porque nos gusta que nos lean
y buscamos permanentemente párrafos o frases bellas, para gustar a nuestros
lectores al mismo tiempo que gustamos de nosotros, por eso nuestros lectores,
al menos al que tenemos en la cabeza, le otorgamos un parecido con nosotros
mismos. Además si se escribe mal, para un lector inexperto o para quedar bien con
quien sabe qué, solo cuatro de diez aceptaran nuestra obra o la consideraran
aceptable, y si escribimos con nuestra alma para un lector que aceptara nuestras
verdades literarias del momento
–tendemos a cambiar- de diez críticos aceptaran nuestra obra tres. Por lo que
para tanta posibilidad de crítica furiosa conviene escribir lo que realmente se
desea y desestimar el miedo a como se entienda lo que decimos, acaso en el
mundo, de diez personas a cuantas les gusta Pink Floyd o los Beatles, no creo
que sean más de dos.
Mis
caminatas nocturnas eran los momentos en los que la oscuridad me permitía soñar
con una vida distinta, las calles casi vacías me permitían pensar en el placer
de la mujeres desconocidas que quizás alguna vez observé en alguna conferencia
o en algún congreso de literatura en el que era invitado. En esas noches que yo
alargaba, en mi soledad reaparecían las miradas de algunas de ellas y dejaban
actuar a la imaginación y todo parecía sencillo, encontraba la forma para que
en la simplificación de las noches yo les
hablara. Esas facilidades se disolvían en la mañana frente al gran muro
que es nuestro propio carácter. Solo una vez
intenté hablar con una mujer, pero al enterarme que estaba casada todas
esas satisfacciones de la noche anterior y sus posibilidades deberían esperar
por un nueva ocasión, mientras que en casa me sentaba a escribir y levantaba la
vista para mirarla a Isabel sin que ella se diera cuenta y sentía el placer de
su pasos, de sus movimientos cautos,
desde el escondite que esa vida me había permitido. A los pocos meses de
habernos casado reconocí lo que siempre supe: Ella solo me daría un matrimonio,
y yo me expresaría a través de mis frases escritas o de mis creaciones mentales
donde el infinito mundo de la mujeres desconocidas con rostro y sin rostro –las
que todavía ni siquiera había observado- son una verdadera invitación a pensar que algo
grande puede suceder incluso a pesar de uno. Pero ¿de qué vivía en lo
cotidiano? Creo que además de escribir, esperaba las noches en que su cercanía
me dejaba crear con el cosquilleo del cansancio físico, y sentía en esa
intimidad todo mi mundo. Quizás no era mucho más que eso, pero sabía qué
esperar y entendía con precisión los momentos de mi placer. Después los sueños:
un sueño se repite…la salvaba de unas brujas que bajaban de un cielo verde a
través de unos hilos arácnidos, nunca la
veía en esas imágenes que se llenaban de mujeres que tocaban el suelo hasta ser
innumerables, pero ella estaba y yo la buscaba flotando por esas cabezas
oscuras que al levantar sus rostros
iguales –todas al mismo tiempo-, me despertaba con un ligero sobresalto.
Recuerdo una imagen real en que nos unió el
horror. Una vez en un pueblo de San Juan caminábamos entre las calles de tierra
blanca con el sol vertical, entre esas casas de materiales crudos, de ventanas
pequeñas o inexistentes, con sus gentes afuera respirando la intimidad de
aquella pequeñez y de pronto vimos la más cruel de las imágenes que alguna vez
presencie. Una doble hilera de personas sostenía algo arriba de sus cabezas con
sus brazos firmes y dignos en el horrible acto de llevar un ataúd pequeño.
Pronto entendimos y fue en esa visión que Isabel me agarró del brazo muy fuerte
y creo que dio vuelta la cara. Los brazos alzaban esa muerte infantil con una
dignidad tan siniestra para nuestros ojos, que ni nos detuvimos a pensar que para
ellos seria la tenaz resistencia frente
a un dios que amaban y odiaban, en esos rezos que subían en tono y desprendían
algunos lamentos agrios y salvajes subiendo hacia las alturas, que escuché como una
amenaza contra lo invisible y su poder.
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