El romanticismo con los años.
El
enamoramiento, esa fuerza que propulsa el énfasis en vivir en términos de todo
o nada, tan linda o tan desgraciada, que
hace al ser humano ser lo mejor o a veces lo peor, su más desgraciada
caricatura; tiende a amenguar con el tiempo para conseguir la tranquilidad del
amor, y aparece la posibilidad de armar una vida diversa y tranquilla, de una
sencillez llevable y grata. Pero al amor,
a diferencia de ese conato de frescura y explosión en que los tiempos de las
primeras pasiones se inventan solos, requiere de otros atributos que obliga a
las personas a crear, a construir, a
mejorar. Allí se revela nuestra personalidad, lo que hicimos con nuestra
biografía, lo que podemos dar y conseguir. Pero para tolerar naturalmente la
disminución de las intensidades, aquí cuenta todo, debemos tener en
consideración los valores y nuestra idea de sentido, es decir, confiar en el bienestar de lo correcto y considerar el
valor de lo importante y no dejar de observar esa lucecita con que el propósito
nos atrae hacia él, para armar el futuro en el que se desarrolla todo lo nuestro. Es decir
la felicidad: por acumulación de pequeños momentos y la tranquilidad de
sentirnos conformes considerando nuestra vida en una perspectiva amplia, por
encima de la intensidad de lo transitorio. De todas maneras, es una buena idea
que además del amor –desear el bien del otro y cuidar de esa persona- se
continué ornamentando el romanticismo, es decir la dulzura y el cariño,
expresados en la forma del encanto delicado y suave del amor.
En general por el uso coloquial de las
palabras, nos escuchamos hablando cada vez peor, con mayor cantidad de palabras
inventadas y salteando o perdiendo el sentido integral de lo que queremos decir
y esto es un estorbo para la textura y lo agradable de cualquier conversación o
hasta de una frase. Nada se parece a un cumplido. Me refiero a que torpemente
se deja de lado, la obligación de crear
el romanticismo. Por la rutina, la
costumbre y el exceso deformante de la
confianza, la acumulación de familiaridad ocasiona que de a poco las personas
se expresen entre sí, como si ya no hiciera falta seguir agrandando o se olvida que debemos encomendarnos en que
la persona que queremos siga creyéndose
especial y valorada románticamente.
Entonces,
se deben crear hábitos por el cual la modalidad de la conversación y las formas
del intercambio propongan una forma dulcificada que refuerce la confianza en el
amor y en la elección ya realizada. Definitivamente en una relación de pareja
–ni después de treinta años- se debe usar el lenguaje que se emplea con los demás en el intercambio dialogado. No hay
lugar para hablar con malas palabras sacrificando las formas, para hacer
payasadas ridículas que nunca se harían en una primera cita… En definitiva
perder la línea y caer en las peores formas de lo tosco para descubrir que ni
uno podría gustar de sí mismo, si se
observara en el espejo. Estar atento a lo que el otro necesita como
demostración de cariño es muy conveniente, comprar flores, inventar un sobrenombre
singular y que les guste a los dos, ir
los sábados a una confitería linda, salir a bailar como en los viejos tiempos,
decirle que le queda bien la ropa. Por supuesto que esto es de alguna manera
algo creado pero… quien se resiste al placer de las palabras bellas y las
miradas nobles. En una novela que escribí hice mención de una situación natural
sobre una pareja que llevan muchos años juntos, y creo que puede resultar simbólico y explicativo de una
verdad agradable:
Un
hombre se decide y le compra flores a su mujer, claro que no con las
expectativas de las primeras veces pero
igual visualiza la sonrisa de ella al recibirlas. Y por eso siente una suave
alegría en su cuerpo. Cuando se las ofrece ella se alegra y le pregunta si la
quiere igual que en los viejos tiempos. El hombre duplicando la apuesta responde que cada día está más enamorado.
Tiene la inexactitud de todo halago. Es probable que esa palabras no sean
estrictamente verdaderas, pero ¡a quién le importa…! se abrazan confiados,
mientras con esa humanidad y ese cariño
siguen creando el amor que ya tienen.
Otro
mal uso de la confianza lo observo en la exteriorización crónica del atractivo
de otros hombres o de otras mujeres en la calle o de personas que aparecen en televisión. Esto
obedece a un bruto manejo de la confianza, en que se toma a la relación como un
lugar de entrecasa, demasiado doméstico, donde no se deben guardar las formas.
El romanticismo consigue su esencia a través de las formas y esto debe
asumirse, no sirve decir no es nada, vos sabes que te prefiero a vos… el ingrato
efecto de las palabras toscas, en ese declive que siempre es la seguridad
excesiva, en que aparece la puerilidad de las acciones… hasta el mejor puede convertirse en el más precario.
También
he escuchado quejas en torno a infantilizar la conversación y el vínculo. Entre
ellas rebotan vergonzosamente: utilizar modismos y tonos como los de un bebé,
deformar palabras, mostrarse definitivamente indefenso sin estarlo, darse
golpes tontos como si fuesen hermanos, risotadas horrendas.
Olvidando
siempre que el amor en su aspecto romántico y agradable incluye gustar. Sigue por siempre como una
noble tarea que levanta nuestro mentón. El del estilo. Por supuesto, que uno
debe sentirse autentico en las relaciones, pero acaso una persona se siente
bien si a los treinta años habla como bebe, si de diez palabras dos son
palabras soases y tres inexistentes, sí descuida las formas que tiene para el
otro, si se siente un ser ordinario y abusivo, si no consigue hacer pequeñeces que
están a su alcance para dar alegría a su hogar y a sus seres amados.
Estos
descuidos nos suceden a todos y es en parte por la seguridad que genera el amor
en el cobijo y la aceptación que tenemos
de otro ser humano, pero debiéramos tomar esa hermosa circunstancia para crecer como
personas en nuestro modo singular y en lo que parecemos. Después de todo uno es
entre otros aspectos, también lo que de sí se observa.
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