Otra
vez había traicionado a una esposa y
esta vez casi no había reparado en eso o lo había considerado con una ligera
recriminación plana y carente de emociones, sin entender el fundamento que lo
llevó por los pasillos de mortecina y entristecida luminosidad, cuando la noche anterior, caminaba detrás de Irene, apenas una desconocida, alegre y de
ágil conversación con quien se enredó sin motivos felices en su habitación,
salteando el anhelo de los actos, y el efecto de los mismos, donde según él
mismo, debieran palparse los relieves de la conducta en que se comprueba el paso relevante por el mundo y por eso se hace.
No podría explicar que manubrio enajenador lo llevaba a los actos imprudentes o insulsos
perdiéndose en la tan odiada por él… liviandad de las decisiones. Un ser al que
lo llevan… no, no son ellos… no son impulsos, ni siquiera registraba algún efluvio de erotismo antes de
enroscarse con aquella mujer, era un
simple llevarse, una fragilidad rara que no afectaba su moral pero si su
carácter, y por eso temía estar ablandándose cada vez peor.
En
su primer matrimonio se esforzó cuanto
pudo y más también. Su mujer convalecía en aletargadas depresiones y tras largas
temporadas en la cama, de pronto se levantaba para sentarse en el mismo sillón forzando una
derramada sonrisa ante la mirada de su familia, quizás solo lo hacía porque en
esos días podía ser noble. Cuando se sentía mejor regaba las plantas de la casa y hasta cantaba,
y Roberto renacía con el olor de la tierra levantada y la voz querida que
avanzaba por los pliegues de la casa como una melodía festejada en la infancia.
Verla contenta era más que recuperar la alegría del hogar, o la posibilidad de
una intimidad renacida y ardiente. Era algo más potente todavía: significaba
ser feliz a través de ella.
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