Esa
mañana realizó varios llamados, seguramente influenciado por los llamados en los que ese hombre desgraciado emitiera algo parecido
a una risa humana pero áspera y flemática. Los llamados eran desde lugares
cercanos según constataba en la pantalla del teléfono, pero Roberto ya no
pensaba demasiado y no le prestaba atención a los detalles…
Llamó
a Irene que lo atendió con una alegría extrovertida y le explicó algo tímida
que había comenzado su tratamiento de quimioterapia y que no se le había caído tanto
el pelo. El la felicito y no sabía que más decirle, en ese silencio ella lo
invitó a comer pero dentro de unos días porque “quería estar presentable”. Fue
ahí cuando la metálica puntada de la realidad ingresó a su organismo para
revolverlo…. la imposibilidad de seguir, justo cuando comenzaba a aceptar la
vida tal como era y disfrutaba hasta de
sus imperfecciones, pero sin embargo… podría no haber más tiempo. Le dijo que
sí, que pronto la visitaría, pero nunca era seguro lo que de acá en adelante
pudiera prometer. Por la tarde convenció a Eugenia de poner algunos papeles en
orden para dejarla a resguardo.
-pero,
no hace falta- le dijo ella sin entender la propuesta
-Siempre
es mejor así- tenía muy decidido no explicar más de la cuenta.
-Y tu
hijo… le corresponde a él…
-Sí…
hay para todos…además no creo que lo mío le sirva tanto. El quiere luchar.
Necesita luchar… de todos modos quedara cubierto…
-bueno…
pero que no te vaya a pasar nada… que haría sin mi Roberto- toda su
personalidad se expresó en ese comentario pero fue tan real que a Roberto le
dieron ganas de abrazarla, pero solo estiró su mano y la apretó fuerte.
Más tarde hicieron el amor y
todo fue muy suave porque su espíritu estaba imbuido de resignación, de todas formas había tomado la
pastillita para que ella se sienta bien. Cuando la dejó en la casa de su madre
se felicitó de no decirle nada de sus temores. ¿Qué ganaría? No había optado
por salvarse…
Ya en su casa se preguntó inercialmente por qué no
escapaba él también y no llegó a ninguna conclusión definitiva. No era edad
para huir… no era un plan para su vejez. Un exilio era injusto desde todo punto
de vista pero sobre todo un despropósito, no era indigno pero era una fuerte
sacudida a su entereza. No, no jugaría el juego de los otros. Decidió que se
vive hasta donde se puede y además su cuerpo tampoco lo ayudaba. Posiblemente
si lo hubiese hablado con alguien hubiera llegado a otras conclusiones pero
todo era vertiginoso e inmediato y decidía intuitivamente con su corazón ya muy
cansado. Dos llamados vacios sucedieron mientras pensaba en toda su vida.
Preparó un whisky hasta el borde y se sentó en el sillón que enfocaba hacia la
puerta. Todo lo efectuaba metafóricamente, con lentitud planeada, necesitaba de
esos tiempos en los que se iba construyendo, prestaba atención a como su mente
encontraba cada uno de sus sentimientos más nobles, toda la situación requería
de ese comportamiento suave, seguro. En su contrapunto existía la otra emoción:
la exaltación que le producía saber que estaba decidiendo ese destino en lugar
de otro. Pero ya no era una lucha, solo se preparaba a través de sus
movimientos dignos como si ellos fueran una entidad con espíritu. Se acordó de la carta de su hijo y la sacó de
un cajón de la cómoda. Era ese el momento de leerla y ya no le prestaría
atención a su teléfono.
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