Un hombre no puede hablar con su fría mujer... párrafo de El escritor y la mujer francesa.
Medianoche.
Nunca pude conversar con
Isabel de la tersura de los vientos de las oscuridades, ni de la amplitud
conmovedora de los paisajes envolventes que recorríamos juntos o de la manera
en que mi moral afectaba mi literatura para crearla o para detenerla; aunque
quizás sí lo hablaba a veces pero tan poco y sin fluidez, que mis palabras
parecían culpables y se frenaban, por eso mi interés de compartir mi mundo con
ella flotaba con el fastidio de una necesidad insatisfecha a mi alrededor,
porque imaginen a una persona como yo si no puede hablar de lo axiológico,
cuando lo moral es parte de lo que le empieza a preocupar a cualquier hombre maduro
para llevar su vida mejor, porque lo que
creemos que se debe ser, es la medida, en más o en menos, de lo que decidiremos
para llevar la calma a nuestra mente. Además consideren a un escritor que no
pueda hablar con su mujer de lo que debemos ser y lo que queremos ser en lucha y convivencia con el mundo de los
sentimientos, la lucha entre el bien -que organiza al mundo y a la mente- por
un lado y por el otro: el placer, ese gran imán que mueve al mundo y a las
fantasías. Al final lo ontológico –ese grito del ser- nos hace creer auténticos pero no llegamos a
sentirnos bien sin seguir algún patrón moral, una línea de corrección hasta que
aprendemos a vivir, y sabemos que nuestras obligaciones son tan promisorias como
nuestras libertades. Todo el tiempo los personajes, de los que escribo, se
balancean entre esos polos. Y me encantaba hablar de ello. Pero, para mi esposa
todo eso representaba un suerte de intimidad que
esquivó todo el tiempo, en verdad, siempre supe que mi entusiasmo, mis
conversaciones hondas la agobian, la cansan… llegué incluso a acomplejarme de
mi voz, sí… el sonido de mis palabras urgidas podrían molestarle con su
invasión porfiada, porque al final cualquier hombre frustrado comienza a ser
impertinente
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