Cuando era niño miraba el reloj de cedro
con cristales biselados, era la mejor versión de un reloj de pared, se apoyaba
vertical sobre la pared del comedor, revestida en un empapelado de flores rosas
y trazos violetas, él la esperaba con
sus ojos llevados por el péndulo, aunque también seguía la ubicación de las
agujas doradas, para tener una noción del tiempo de su madre, que después de
terminar con su trabajo dedicaba una
hora a la lectura o a la escritura, para luego sentarse a la ceremoniosa mesa
frente a su hijo, a la espera alegre de la cena que preparaba la señora
Herminia. Sus ojos eran cansados, tristes y dulces y no reprimían nada del amor
por su hijo. Eran también ojos hermosos y verdaderos, en los que se veía
también un fondo inteligente. Lo miraba con dulzura y le preguntaba con
paciencia, para que su hijo hablara y le
decía regularmente que lo amaba, a lo que Ricardo a veces contestaba “yo
también mama te amo, porque eres muy buena” pero otras veces no decía nada y
seguía hablando de cosas de niño, salteando ese tipo de intensidad.
En esos momentos que compartían, era la
infancia a veces una tarea difícil: todas la luces encendidas, la radio
sintonizada en alguna FM de música clásica, su madre sonriendo más de lo que
una persona normalmente lo hace, hablando de demasiadas cosas al mismo tiempo,
a un niño que necesita también de silencios para crecer y para entender. Sus
palabras eran extenuantes. “…Ricky que bien que has sacado un diez en lengua…recuerda
este domingo verás a tu primo, se muere de ganas de verte…¿no te alegra?, el te
quiere tanto…ah cierto ya me dijiste ayer que lo querías…¿Hijo estas un poco
triste?...no, no se cosas de madre…que quieres que leamos de noche, o prefieres
ir a la heladería…podríamos hacer las dos cosas…¡Compré un edición ilustrada de
Viaje al centro de la tierra!….Preparé
flan con dulce…”
La lucha contra la tristeza y los
silencios amenazantes eran una tarea permanente. Ese comedor rodeado de cuadros
de óleos y acrílicos impresionistas y abstractos, ayudados por las luces dirigidas
hacia ellos, resaltaban el talento de
cada obra, con esas paredes de
empapelados protectores que recibían el claroscuro de lámparas de pie
clásicas y algunas más sofisticadas, hacían del lugar algo hermoso pero también
triste, porque el dolor encuentra todas las grietas que las personas intentan
salvar, porque la tristeza tiene vida propia y en su peso puede de a ratos
aplastar al alma si no se expresa. No había forma que no fueran tiempos
difíciles…su padre faltaba todo el tiempo y esas sonrisas demacrada como la de
los payasos en tiempos de guerra y de hambre, quizás sirvieron al menos para
que esa oscuridad dolorosa no descienda
a alguna forma de parálisis. Y si bien, esa propulsión por vivir, permitió que
Ricardo continúe por su senda de ser y de buscar, de ser una niño curioso de
silencios intensos, y mantenerse dentro del mundo infantil y de sus juegos
concentrados, en la colorida metáfora en que se desarrolla todo el tiempo la
infancia, aún así más de una vez lo
embargó el tenaz resentimiento infantil que crecía con el silencio y las
inevitable injusticias, pero se diluía
cuando captaba en los ojos de su madre un maquillaje mezclado y húmedo que había
descendido por su hermoso rostro, en una lagrima colorida, para frenarse en sus
pómulos y dejar su boca limpia para una sonrisa necesaria, descubriendo que su
madre había guardado algunas de sus lagrimas, para salir, en cada una de las
veces, lo mejor que podía al gran escenario de la maternidad. En esos momentos
era cuando más la quería.
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