Los
días de mal tiempo me ponen triste, es una tristeza que conozco desde niño y
viene de manera repentina pero no afecta demasiado mis rutinas. Es esa puntada precisa procedente de una zona desconocida –no es un hecho definido ni una idea-, que solo
a veces es muy intensa pero comienza
a diluirse con las horas, hasta que luego consigo una sensibilidad
agradable, en la que me refugio en mis libros, y en la calidez de los espacios
elegidos de mi hogar, mientras la
presencia de Isabel se mueve por la casa y casi me olvido que estoy con una
mujer que me quiere de un modo extraño. ¿Qué fantasmas la aquejan o es que no
tiene ojos para mí? En algunos de esos
días feos y oscuros una nostalgia llena
de rumores asciende desde el parquet de mi estudio para culparme –no distingo
bien de qué- y sufro de la lluvia. Ella
golpea la ventana y obliga a otro tipo de vida: de susurros compartidos, en que
la melancolía es un buen motivo para
creer en dios o en las cosas sencillas, en las confesiones de los que amamos,
en sus disculpas , en donde la finitud es una gran oportunidad para aferrarnos con
nuestro cuerpo blando a ese momento espiritual. Pero nada de eso sucede cuando la tenaz angustia, en su cenit, me atrapa y empieza a encogerse mi alma
mientras el ruido permanente del agua que baja del cielo recorre el espacio que
flota sobre nuestra ciudad. Es la soledad de esa lluvia.
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