Un
momento, perdido por las ráfagas que atraviesan mi memoria, un recuerdo aparece
ahora después de muchos años. Yo era un niño y estaba con mi familia en una
pequeña casa cercana a la playa, que mi padre había conseguido, en la que el
olor a arena y mar se mezclan ahora con la excitación de aquellas noches. En
esos días observaba a las muchas mujeres que frecuentaban esas playas y a veces
caminaba y las miraba – las espiaba- consiguiendo los ángulos debidos para que
esas formas me provoquen un erotismo doloroso. El sufrimiento de lo
inalcanzable. Lo que sabía que era de otros. Y la sofocante sexualidad que
nacía de mi cuerpo me molestaba. Una noche no podía conciliar el sueño y mi hinchazón no me dejaba dormir, tampoco
podía autosatisfacerme, era muy tarde o estaría demasiado pasado de aquellas
imágenes en las que tejía historias… Observaba la luz que bordeaba las
cortinas, era cada vez más intensa y avisaba sobre el amanecer inminente, una luz
que parecía temblar dentro de sí misma a medida que se afianzaba, y allí
comenzó mi cuerpo a relajarse y mi imaginación a crear las visiones del sueño.
Un ser radiante sin formas nítidas se acercaba a mí para apagar mí dolor, era
una mujer pero no se podía deducir por ninguna de sus formas, era un ángel del
amor, era erótico pero tranquilizador, y desplegaba sus alas tan cerca de mí
como si explicara algo de lo femenino y del deseo. En ese sueño todo parecía
para mí: La posesión, el placer que flota sobre el mundo, las formas
inalcanzables de las mujeres ajenas… y en esa borrosa y encantadora imagen
sentí en la brevedad de los sueños que el mundo no era un gran enemigo y que el
amor –ese amor alado o el que sea- vendría a buscarme para que mi ardiente necesidad
de morder el oro del mundo, las maravillas de las mujeres, deje por fin de
lastimarme.
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