sábado, 15 de junio de 2013

El escritor y la mujer francesa


Una hora después.

En nuestro casamiento la miré muchas veces, y aprecié la forma  en que era respetada por todos,  porque realmente era para los otros una mujer correcta y humana –bueno…lo es- mientras saludaba a los invitados ofreciéndoles unos pequeños momentos en los sonreía en una fondo de sumisión.  Quizás sea la suavidad de los que no logren sentir ni la vanidad, ni la pasión, porque Isabel jamás criticaba ni se burlaba de nadie, y puede ser que por eso de alguna forma resistí su cariño exangüe, sí… no es fácil enojarse con ella aunque en algunas etapas me irritaba en una compulsión callada y agria su falta de relieve o su mirada tangencial, rozándome para terminar en una abstracción que podía ser un pensamiento o nada. Supongo que era para la visión de los otros una mujer cansada.
Entró una nueva pareja…ahora hay tres mesas ocupadas contando la mía. Esto me da tiempo, se quedaran al menos... una hora. El sonríe desde que entré… debe ser un gesto de la cara, las sonrisas reales deben durar segundos. Pero sigo…
 Definitivamente no puedo convivir con ninguna forma del egoísmo o de la maldad, y ella nunca mostró un signo de ese tipo, por el que mi contradicción de haber aceptado nuestra unión –en verdad yo la propuse- no se llenaba de hostilidad rencorosa y si de una comprensión tristísima y solitaria. De todas formas le enviaba mis abreviados reclamos y cariños en la forma más precavida y tímida que podía, trivialidades…la forma de tirar del amor.  Recuerdo cuando era chico que una tarde de colores frescos,  impresionistas me demoré en las vías del tren, una de mis piernas se atascó entre uno de los rieles, el tren ya era visible, tuve miedo, recuerdo un auto borroso color azul detrás de la barrera, sabía que podía sacarme la zapatilla y me liberaría del todo, pero soy de lenta decisión y luche riesgosamente con el duro hierro hasta que mi pie quedo flotando en el hermoso aire y pude retirarme a tiempo de la línea de muerte. En general  no tomó grandes decisiones y permito que las cosas fluyan, hasta que hace menos de un año la mujer francesa ocupó todos mis tiempos y sentí por primera vez la manera  dulce en que una mujer puede dar el amor. Reconozco que me cuesta hablar de ella y tengo mis difíciles motivos, pero ella es realmente encantadora, a pesar de estar obligados a entendernos en mi ingles rudimentario y siempre sentir que podía aburrirla con la falta de ironía y profundidad al que te somete un idioma extraño, por lo que nunca logré sentir que podía ser exactamente yo en toda mi extensión de ideas y conceptos, pero si emergía mi alma en los tiempos de mis sonrisas o en los pasos seguros de mis miradas sostenidas sobre las suyas. El tema de la edad nunca me pareció un asunto breve,  se lucha tanto por igualar las edades de las personas, se estira al lenguaje para soñar, los necesarios engaños… pero al final nada cambia. Ella es mucho más joven. Ella es joven y yo no, creo que ese es el punto difícil. Cuando la conocí percibí que he bajado un peldaño en el envejecimiento -¿o lo he subido?-, es extraño porque los contrastes te llevan a pensar en los temas, ese contraste de veinte tres años de diferencia era a la vez mi posibilidad hacia la juventud pero también la visión inevitable de esa difícil distancia. Pero se tira de la verdad hasta cansar la mente, cuántas veces tuve que pensar que nuestras edades no significaban nada. Conseguía alguna razón, me relajaba y volvía a pensar de nuevo al rato. Creo que solo se debe estar demasiado bien de ánimo para  envejecer sin que  sea una seria amenaza, es decir lograr un bienestar en el que se deje de pensar… evitar los contrastes. Entonces, con Jacqueline me reconocí como un hombre maduro y envejeciendo, pero sí,  porque no decirlo…con suerte.
Cierta parálisis congénita  a actuar – o fue lo que hizo la educación en mí- me destinó a observar ¡Cuánto que miró desde la quietud! Es el aprendizaje medroso e ineficaz de los tímidos. En una de aquellas tardes en Paris, en la hora en que el cielo cambia su celeste por tantos otros, esas líneas de luz ingresaban en la habitación rojizas y oblicuas para completar una alegría, en la espera de la íntima oscuridad de la noche, vi desde la ventana a Jacqueline caminando en la calle que la traía a mi hotel eludiendo gente con el único apuro del entusiasmo, los evitaba con una feminidad algo necesitada y frágil, era una búsqueda y una humanidad, por lo que sentí por ella una piedad rara. Contento palpitaba su acercamiento en ese recorrido que podría haber observado cientos de veces. De la misma forma que siempre me quedo detenido en las imágenes gráciles. Una vez una anciana me gritó  delante de todo el pasaje de un colectivo en una exagerada carga de vituperios. Resultó de una mal entendido: entre sus arrugas que achicaban su cara, en la que su mandíbula se contraía, el paso de los años solo hizo agrandar su nariz y deformarla como si no fuera de mujer, pero yo divise la belleza melancólica de sus ojos inteligentes y dulces que no habían cambiado, por eso  la observé como si no respetase que tuviese vida y pudiese sentirse mal, era impensable que la mujer imaginara mis buenos motivos, aquella sensación agradable de ver aquellos ojos e imaginar… y creo que se asustó. Pero ¿qué podría hacerle yo a esa mujer? Son tantas las deformaciones con que  los ancianos interpretan la realidad por el efecto de sus innumerables miedos. Sufren.  Bueno,  yo ya empiezo a imaginar algunos de esos temores, o quizás ya los sienta con su silueta negra avanzar… Mi cuerpo, mi espalda, esa curvatura… y mis ideas se empiezan a reducir y a empeorar ¿cuáles son la verdaderas amenazas?  Para escribir me exijo rejuvenecer mentalmente para poder decir algo prudente y no tan escéptico, utilizar el equilibrio de ver los temores lejanos, de saber de lo bueno y de lo malo. Además en los últimos días estuve tan triste y tan eufórico.
 En mi éxito como escritor tuve realmente suerte, una novela mediocre ganó un premio importante, y desde ese hito me obligue a escribir mejor porque ya empezaba a contar con un público de lectores, son exigencias sonrientes,  y de las otras cinco que escribí creo que dos son buenas, quizás muy buenas. En el tiempo en que mi reconocimiento como escritor aumentó, guardaba la necesaria esperanza que Isabel valoricé mi talento –así entienden los otros alguna habilidad- y se acerque más a mí, pero solo leyó un libro – ella no era lectora de literatura de ficción- y me felicitaba con una sonrisa verdadera luego de cada publicación. En todas las presentaciones ella concurrió, porque como decía, no había en ninguna de sus conductas nada malicioso, ni desidia, era quizás que hasta ese punto podía conectarse conmigo. Recuerdo que la primera vez que conversé con ella en el momento de pedirle el número de su teléfono ella con una sonrisa resignada me lo ofreció pero no se mostro contenta. Hoy en día me detendría más en aquel gesto y le preguntaría que es lo que realmente ella prefería, aunque no estoy tan seguro de haber cambiado tanto, es decir, de ir por todo o nada. Y desde ahí las plácidas conversaciones respetuosas y medidas eran la postal única de mi noviazgo con ella, en que los primeros entusiasmos eran el simbolismo de nuestra unión en sus risitas inocentes pero no enmarcaba  ninguna necesidad de posesión de ella hacía mí. No existían presagios de ninguna pasión. Seguramente a Isabel le alcanzaba  saber formalmente que nos queríamos y que estábamos creando algo entre nosotros y yo me refugiaba en la agradable idea de estar cerca de una mujer bella, era la primera vez que elegía algo de lo que me sentía seguro.
Mis mañanas siempre tuvieron el encanto lánguido de la falta de horarios y de las frases en las que sentía el placer de la creación, cuando escribía. ¿Seguirá siendo así de ahora en adelante?  A esa hora escribía más que a la tarde, y disfrutaba de los momentos en que las palabras eran bellas y aún así respetaban la entereza de mis puntos de vista. Nunca creí que se escriba por la necesidad de sacar algo de adentro, o  agregarse a una gran función social, creo que solo somos una expresión cultural que mejora la vida y la cultura de las personas pero no es nuestro fin  representar una época ni cambiar el mundo, además no sabemos demasiado, en verdad escribimos porque nos gusta que nos lean y buscamos permanentemente párrafos o frases bellas, para gustar a nuestros lectores al mismo tiempo que gustamos de nosotros, por eso nuestros lectores, al menos al que tenemos en la cabeza, le otorgamos un parecido con nosotros mismos. Además si se escribe mal, para un lector inexperto o para quedar bien con quien sabe qué, solo cuatro de diez aceptaran nuestra obra o la consideraran aceptable, y si escribimos con nuestra alma para un lector que aceptara nuestras verdades literarias del momento –tendemos a cambiar- de diez críticos aceptaran nuestra obra tres. Por lo que para tanta posibilidad de crítica furiosa conviene escribir lo que realmente se desea y desestimar el miedo a como se entienda lo que decimos, acaso en el mundo, de diez personas a cuantas les gusta Pink Floyd o los Beatles, no creo que sean más de dos.
Mis caminatas nocturnas eran los momentos en los que la oscuridad me permitía soñar con una vida distinta, las calles casi vacías me permitían pensar en el placer de la mujeres desconocidas que quizás alguna vez observé en alguna conferencia o en algún congreso de literatura en el que era invitado. En esas noches que yo alargaba, en mi soledad reaparecían las miradas de algunas de ellas y dejaban actuar a la imaginación y todo parecía sencillo, encontraba la forma para que en la simplificación de las noches yo les  hablara. Esas facilidades se disolvían en la mañana frente al gran muro que es nuestro propio carácter. Solo una vez  intenté hablar con una mujer, pero al enterarme que estaba casada todas esas satisfacciones de la noche anterior y sus posibilidades deberían esperar por un nueva ocasión, mientras que en casa me sentaba a escribir y levantaba la vista para mirarla a Isabel sin que ella se diera cuenta y sentía el placer de su pasos, de sus movimientos cautos,  desde el escondite que esa vida me había permitido. A los pocos meses de habernos casado reconocí lo que siempre supe: Ella solo me daría un matrimonio, y yo me expresaría a través de mis frases escritas o de mis creaciones mentales donde el infinito mundo de la mujeres desconocidas con rostro y sin rostro –las que todavía ni siquiera había observado-  son una verdadera invitación a pensar que algo grande puede suceder incluso a pesar de uno. Pero ¿de qué vivía en lo cotidiano? Creo que además de escribir, esperaba las noches en que su cercanía me dejaba crear con el cosquilleo del cansancio físico, y sentía en esa intimidad todo mi mundo. Quizás no era mucho más que eso, pero sabía qué esperar y entendía con precisión los momentos de mi placer. Después los sueños: un sueño se repite…la salvaba de unas brujas que bajaban de un cielo verde a través  de unos hilos arácnidos, nunca la veía en esas imágenes que se llenaban de mujeres que tocaban el suelo hasta ser innumerables, pero ella estaba y yo la buscaba flotando por esas cabezas oscuras  que al levantar sus rostros iguales –todas al mismo tiempo-, me despertaba con un ligero sobresalto.
 Recuerdo una imagen real en que nos unió el horror. Una vez en un pueblo de San Juan caminábamos entre las calles de tierra blanca con el sol vertical, entre esas casas de materiales crudos, de ventanas pequeñas o inexistentes, con sus gentes afuera respirando la intimidad de aquella pequeñez y de pronto vimos la más cruel de las imágenes que alguna vez presencie. Una doble hilera de personas sostenía algo arriba de sus cabezas con sus brazos firmes y dignos en el horrible acto de llevar un ataúd pequeño. Pronto entendimos y fue en esa visión que Isabel me agarró del brazo muy fuerte y creo que dio vuelta la cara. Los brazos alzaban esa muerte infantil con una dignidad tan siniestra para nuestros ojos, que ni nos detuvimos a pensar que para ellos  seria la tenaz resistencia frente a un dios que amaban y odiaban, en esos rezos que subían en tono y desprendían algunos lamentos agrios y salvajes subiendo  hacia las alturas, que escuché como una amenaza contra lo invisible y su poder.       

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