sábado, 6 de julio de 2013

El amor en la madurez recién ahí, un hombre a punto de perder una felicidad distinta. El escritor y la mujer francesa.


Cuando ayer la hermosa mujer francesa subió las odiosas escaleras para hacer sus trámites antes de subir al avión sentí golpear en mi cuerpo la profunda desilusión de aquella sonrisa. Hubiera sufrido menos ese impacto si ella hubiese llorado. Es mucho peor que las personas que amamos no nos muestren su dolor y que en la obligada tarea de adivinarlo quedemos a merced de esa valentía que los convierte en doblemente dignos y más merecedores de ofrecer nuestra vida por ellos. Podría arriesgar mi vida por esa mujer que intentaba amarme de verdad -mientras dejaba de mirarme  para abandonar  la escalera eléctrica o para llorar-, pero no podía ofrecer la vida de Isabel, no… no podría y no dependía de una axiología o del peso de mi moralidad… era una dura imposibilidad material, no salía de mis pensamientos ni de ninguna gran reflexión, era que mi cuerpo no conocía ni aprendería sobre esos desprendimientos. Cuando me enteré de le enfermedad de Isabel la disyuntiva había concluido. Yo ya conocía el resto de mi vida. Si el momento de mis dos destinos era un péndulo en el que yo prefería que lo detenga el azar por sí solo, para señalar a una de las dos mujeres… Ahora entiendo que nunca existió ningún péndulo, solo mi imaginación necesitaba de las dudas, el resto ya estaba sentenciado. Y comprendí que de allí en más el recuerdo de esa joven francesa tendría la constancia de un clavo en mi corazón, y solo el extenso tiempo y su planicie me acostumbrarían a diluir aquella hermosa historia de palabras y de olores y de renacimiento.  

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